A inicios del siglo XX, más precisamente a finales de la década de 1930, el ejército de Colombia abandonó su formación basada, de acuerdo a la misión chilena encargada de dicha tarea, en separarlo de las tendencias a alinearse en determinadas agrupaciones políticas, tal como lo ha documentado Pierre Gilhodés. Abandonada esta lógica, el ejército, de la mano de Ignacio Rengifo y José Joaquín Villamizar, encontraría un nuevo enemigo: el pueblo, también llamado, cuando se requería, como terror rojo.
Ya entrado el Frente Nacional, pese a la intervención de Alberto Lleras Camargo el 9 de mayo de 1958 en el Teatro Patria, solicitando que las fuerzas armadas se abstuvieran de participar en política, éstas ocuparon siempre una silla dentro del gabinete ministerial, distribuido por igualdad entre liberales y conservadores, fungiendo, a partir de este pacto, como el principal apoyo al régimen. Erosionado paulatinamente el consenso, la coerción ha sido el principal recurso de los gobiernos de turno, y durante el Frente Nacional y sus constantes estados de sitio, esta realidad representó la regla.
Traigo esto a colación, porque estimo fundamental que como sociedad nos interroguemos seriamente sobre el carácter público o no de las fuerzas armadas en Colombia. Sin entrar en detalle, son de público conocimiento los múltiples atropellos, tanto de ejército como de policía, a civiles en ejercicio del derecho legitimo a la protesta y ni qué decir de los abusos sexuales atribuibles a miembros de la fuerza “pública”.
Recordemos que, una de las líneas rojas presentadas por el entonces gobierno de Juan Manuel Santos en los diálogos de paz en La Habana, Cuba, con las FARC-EP, fue la doctrina militar. Quedando ello intacto, y pese a que tanto militares como policías hace muchos años toman cursos en derechos humanos, luego de la firma del Acuerdo de Paz se han presentado hechos profundamente reprochables: asesinato e intento de desaparición de Dimar Torres, exguerrillero de las FARC-EP; asesinato de Dilan Cruz, joven en ejercicio del derecho a la protesta; “perfilamiento” de personalidades políticas, activistas sociales e incluso funcionarios del Gobierno Nacional; entre otros.
La doctrina militar, tema vetado en la mesa de diálogos de La Habana, Cuba, hoy emerge como un asunto de especial interés, dado que, caso tras caso, cada vez corrobora su peso especial en la posibilidad de construir o no paz con justicia social en Colombia. De persistir en las fuerzas armadas una visión que ubique como “enemigo” a aquellas personas que legítimamente protesten por una Colombia más justa, distaremos considerablemente de alcanzar dicho propósito.
Hoy por hoy, la ficción de que las fuerzas armadas no participan en política hace aguas. Participan y de una manera muy contundente, garantizando la reproducción del orden establecido, así ese orden esté basado en la profunda desigualdad entre colombianos y colombianas, el clientelismo y la corrupción rampante. Poner fin a los atropellos y abusos de las Fuerzas Armadas, que ni son públicas ni son apolíticas ni antipolíticas, supone un incesante proceso de organización y lucha.
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